Subí este sábado pasado por la tarde con Ana a la sierra de Gádor. Del arroyo de Celín hacia las alturas para vislumbrar desde tan magna posición el mar de plástico majestuoso bajo el cielo azul. Comparto con vosotros algunas de las instantáneas recogidas por Ana.
El verde claro del pinar tintado con el marrón del suelo de esta sierra que nos protege de todo mal. Y hacia arriba los jirones blancos de nubes que se enredan en su color con el blanco reflejado por el plástico cuando es acariciado por la invisible radiación solar. Y al fondo, muy a lo lejos algún navío que se confunde con una nave espacial, pues tan amplia es la panorámica que se contempla desde lo escarpado de la montaña.
Ana se lanzó monte abajo con su Nikon buscando algún ángulo con el que inmortalizar aquella escapada del primer fin de semana de otoño. Yo le puse a mi Canon el gran angular e hice varios disparos. Luego la guardé. No me apetecía hacer fotos, quería concentrar mis sentidos únicamente en el disfrute del cuadro que tenía ante mis ojos.
Cuando a los pocos minutos regresó Ana, le dije que esa tarde le tocaba a ella hacer todo el trabajo fotográfico. Con tanto silencio no quería hacer otra cosa que deleitar a mis sentidos con la contemplación de un paisaje único en el planeta. Y empecé poco a poco a buscar a vista de pájaro puntos cardinales de mi particular interés, como algunos de los caminos rurales que recorría a bici cuando de adolescente hacía mountain bike con mis compañeros del IES Fuente Nueva. También busqué algunos invernaderos de amigos o familiares, y comencé a contar los escasos huecos que quedaban entre invernadero e invernadero. Y pensé – y luego lo traduje en palabras con Ana – que todo aquello que dilataba mis pupilas era una verdadera obra de arte hecha y esculpida por la mano del hombre. Aquellos invernaderos y sus plásticos movían en mi interior un pálpito de amor. Y su ataque despertaba en mí la más encendida de sus defensas.
Dalías a la derecha, como una lengua de tierra fragmentada por las peladas montañas de los Atajuelos, y cada vez más cercana a El Ejido a través del blanco de invernadero que une a los agricultores de uno y otro pueblo. A lo lejos hacia occidente la eterna Abdera, más agrícola ahora que pesquera ya que el pan hoy día viene del pimiento. Más cerca, desde aquella atalaya de Sierra de Gádor, se rozaba con la vista todo el límite costero desde Balanegra, continuando por Balerma y Guardias Viejas, siguiendo por Almerimar y acabando en la Urba de Roquetas. Y acercando la vista tierra adentro todos los núcleos de El Ejido, como Pampanico, Tarambana, Matagorda, Santa Mª del Águila, Las Norias y su balsa del Sapo, y más a lo lejos San Agustín. También se hacía visible La Mojonera, no así desde el ángulo en el que detuvimos el coche Vícar, Roquetas o Aguadulce.
Más de una hora estuve absorto deleitándome con aquel mar blanco, una tierra de oportunidades y acogida para miles de personas que han huido en las últimas décadas de la miseria de sus lugares de origen. El Poniente, comarca de acogida y promesa de prosperidad, donde el maná brota de la planta de pepino, de berenjena o calabacín y donde hay para saciar el hambre de miles de criaturas. Medio siglo transformando el desierto en tierra fértil.
Horas después, ya en casa y con ganas de agarrar el sofá un rato, se sucedían en mi mente las imágenes del mar de plástico. Y la inquietud me hizo dar un salto, apagar el televisor y encender el ordenador. Hay mucho trabajo por hacer en defensa de nuestro modo de vida.